miércoles, 23 de agosto de 2017

Relato de un adiós

Bogotá, Colombia.

Nunca pensé que llegaría este día. Ni en mis más locos y detallados sueños había existido una realidad en la que no estaría al lado tuyo.

Dicen que cuando se cuentan las historias una y otra vez, se añaden detalles o se remueven fragmentos importantes, a tal punto que la historia contada por centésima vez dista de gran manera de la verdad. En lugar de esto, y tal vez para justificar el prohibido sentimiento que nacía, me veía agregando hechos inexistentes a esta historia. En la inconsciencia de un niño que al correr por los pasillos de su colegio, sin importarle nada buscaba su merienda, tropezando con paredes y plantas, tropezando con sus compañeros, con gente de todo tipo, con niños y adultos. En medio de esos tropiezos, estabas tú, insignificante también para mí, inconsciente de tu propia historia, rozando mi dedo meñique sin querer, rozando tu futuro inconcebible y reiniciando una historia que nació en alguna vida pasada, como estoy seguro de eso.

Y es que la idea de tener un destino ya escrito parece estar en contra del mismo misticismo de la que está hecha el alma; ese poder, esa energía que es capaz de cambiarlo todo, de forjar el camino propio e invocar las consecuencias de los actos. Entonces, ¿Qué hacías allí? ¿Qué hacías merodeando el inicio de mi vida? Y más grave aún, ¿Qué hacías rondando cerca del despertar de mi conciencia?

También un día cualquiera te reencontré, todavía insignificante para mí y volvieron a rozarse nuestros meñiques sin tener que ser físicamente y creamos la complicidad más grande del mundo, sembrando una semilla que sólo tiene la esperanza de tener luz al estar juntos, que lleva por dentro la genética de un centenar de espinas y que está segura de que crecerá difícilmente y con dolor aunque no quiera aparentarlo.

Y así también imaginé el futuro cuando sentí romperse mi alma al entender que hacías lo correcto en ese momento, sabrás a qué me refiero, y vi que vivimos más de lo que hubiésemos querido, apresurándonos en un camino incierto que se hizo más empedrado, más espinoso, más empinado cuesta abajo, tan empinado que hizo que tuviéramos que correr; corríamos y corríamos como si de eso se tratara la poca vida que nos tocó vivir juntos, hasta que tropezamos y rodamos, rodamos tanto, intentando no soltar su mano, queriendo sostenerla con más fuerza de la que sabía que tenía, agarrando ese destino que era el MÍO, ese destino que me dejó sosteniendo un vacío, una mano inexistente que no sabía que hace rato se había soltado, hasta llegar al valle verde iluminado por un sol picante que aparte de ver la hierba proyectaba la sombra de nuestras manos ya separadas por solo centímetros, aún cerca por pura casualidad al terminar la violenta caída. Me vi diciéndote moribundo que sobrevivieras a mí, que en la siguiente vida lo haríamos mejor y de la forma correcta.

Me ví cayendo en espiral por un agujero negro que estaba invadido por tristeza y soledad, un agujero lleno de gente que había perdido su propio destino, gente con sus manos al aire simulando que agarraban a su amor perdido e incorporándome a un nuevo mundo con una muchedumbre de vidas con rutinas de sentido reducido, seres que también perdieron a su amor verdadero o incluso no pudieron conocerlo, esto último convirtiéndome en un privilegiado así fuera por tan poco.